Desde pequeños nos han inculcado la importancia del control. En nuestros esquemas mentales está muy presente la necesidad de comprobar que todo esté correcto y de dominar cualquiera de las áreas de nuestra vida para mantenerlas en un estado "normal", como nos han dicho que "debería ser".
La sociedad nos ha marcado un camino que a pesar de ser el "normal" resulta bastante estricto e intolerante con lo que en realidad es natural. Por ejemplo, desde nuestra tierna infancia nos han repetido con gran empeño que no debemos llorar, cuando después de habernos dado el gran porrazo contra el suelo sería lo más natural porque nos hemos asustado, no nos lo esperábamos y además duele. Otro ejemplo, conocemos las normas de conducta, los protocolos para comportarse correctamente ante otras personas, una simple desviación puede resultar en la terrible etiqueta de "el raro". Más ejemplos, una vida normal consta de una familia feliz compuesta de un matrimonio con hijos, una salud envidiable, una silueta perfecta, etc. ¿Cómo no sentirse triste si nos falta algo de tan larga lista de requisitos?
En ciertas áreas de la vida el control es útil, nos ayuda a planificar y crear estrategias para solucionar problemas. Sin embargo, como indican los psicólogos Kelly G. Wilson y M. Carmen Luciano Soriano "cuando nos hacemos demasiado dependientes del control planificado, todo nos parece un problema para ser solucionado". Es entonces cuando nos adentramos en una espiral sin fin en la que no terminamos nunca de dar con la solución simplemente porque "no todo es un problema que necesita ser resuelto", hemos enmarcado mal la situación.
Quizá está metáfora pueda ayudar a comprender la problemática de querer analizar, dominar y controlar algo que debería ser fluido y natural:
Una hormiga quedó fascinada por los andares del ciempiés; tan largo y tantos pies y conseguía andar de forma coordinada y elegante a la vez. La hormiga decidió preguntarle cómo conseguía caminar así de bien. El ciempiés, que hasta ahora no se había planteado tal cuestión, empezó a preguntarse qué pies movía primero y cuáles después, qué movimiento resultaba más eficaz, por qué debía ser así y no de otra manera,... Hasta que finalmente dejó de caminar.
Determinados eventos simplemente deben ser percibidos, observados y aceptados. No pretendo exaltar una actitud de resignación, sino simplemente saber diferenciar entre aquello que se puede controlar y aquello que no se puede controlar. A veces debemos parar y reflexionar no tanto sobre si nos hemos esforzado lo suficiente en solucionar un problema, sino en si realmente éso es un problema. ¿Hemos formulado bien la pregunta? ¿hemos enmarcado adecuadamente la situación?
La lucha contra las soluciones que no existen simplemente va a impedir que avancemos en nuestra vida, ocupando nuestro valioso tiempo en tareas imposibles y entorpeciendo la satisfacción de lo que realmente nos importa.
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